Notas sueltas, preparatorias, a "Filósofos sordos y filósofos ciegos", de Cristino Bogado
La pregunta es si la música es la estructura, el ensamblaje ajustado y matemático de partes musicales (como la concepción de la música sinfónica, hegelianismo musical si los hay), o la propia materia sonora misma, la realidad atomística eclosionando y chocando con otros átomos en el vacío Cagiano (aquí Leibniz y Cage chocan efectivamente, pues la ausencia de vacío mentada por el pitagórico-matemático hombre empelucado es inverosímil ante el vacío y el silencio del norteamericano); el piano preparado es único e irrepetible ciertamente, singularidad perversa y autoconfesamente original y única, aunque puede llegar a ocupar el lugar vacío que ocupan los timbales o un pizzicato en una obra total, sinfónica, obvio. Pero el timbre de una cinta de casete que contenga ruidos o sonidos previamente grabados, naturales o no, acelerados o retardados por la cinta sin fin, la llamada electroacústica de Stockhausen, escapa al pentagrama canónico de la música clásica. Ver la lectura de la Física aristotélica hecha por Lyotard en esta cuestión. Increíblemente, la lectura pos-sublime de M. Lyotard de la singularidad nominalística o estética de la diferencia de los timbres de la música electrónica nos retrotrae a Platón.
Este hijo de un daimon, según Laercio, había hecho una especie de taxonomía emocional de la música. Recordemos que el creador de Sócrates había hablado de tonos que suscitaban la melancolía, de otros que hacían otro tanto con la euforia o la manía y aun de otros que provocaban estados intermedios. Bowles menciona la virtud de los tambores de ciertas tribus o sectas magrebíes que empujan al trance místico, resuelto en una operación de autolaceración inconsciente y por ende indolora. El chanterío de la musicoterapia puede ser rescatado de su estatuto peyorativo y timador a partir de aquí. Wagner mismo ha sido acusado de manipulador despiadado de los más bajos instintos. La sangre (vino) y el esperma (hostia), símbolos cristianos par excellence que atiborran sus libretos son nimiedades -que obnubilaron al ultra-racionalista de Nietzsche para tacharlo de reaccionario y procristiano- ante, por ejemplo, la tempestuosidad del comienzo o nacimiento del hombre en 2001. Odisea en el espacio (es cierto, no se trata de Wagner sino de Strauss, pero la estética es altamente parasitaria de Bayreuth, tanto como lo es el caso de John Williams en Guerra de la galaxias, especialmente cada vez que entra en escena Dark Vader).
El Cecil Taylor de César Aira, personaje del cuento homónimo, es un nuevo Zenón de Elea en su paradojal carrera, esta vez no entre la tortuga y Aquiles, sino entre el fracaso y el éxito, en clave de relectura del género autobiográfico o biográfico. El fracaso se subdivide en cada estación perceptiva, que son todos los posibles oyentes, cada uno un poco más (o menos) perceptivo y condescendiente que el anterior, y así hasta el infinito, por culpa de la broma pianística (y subversiva, viendo de quién procede, negro anteojudo para más trazas, imposible no desmontar su conato de sublevación racial) que ven y oyen los contertulios oyentes, y el éxito siempre llega una milésima de segundo después. Si se omitiera "la broma", es decir, la singularidad con que las manos de Cecil atacan el teclado, o, de otro modo, si tocara como lo prescribe la tradición, el éxito podría revertir la carrera paradojal y acaso el género biográfico fuera recuperado o reapropiado al fin, hegeliano-capitalistamente.
La Berlín oriental de Einstürzende Neubauten (algo así como ?edificios nuevos desmoronándose?) es propicia para saltar por sobre el uso de los instrumentos normales, clásicos, occidentales. Se recurre a tambores, a desechos que arrojan la industria y la urbe y, por sobre todo, al ruido, mucho ruido, para enfrentar los acantilados de la creación musical.
Estética negativa basada en el par destrucción/creación, sin haber leído a Adorno. El ?Antes de nada, estoy en contra? de Groucho. Antes de construir, destruir lo anterior, la premisa ideológica de lo bello y musical. Carcomer el orden puro de la ecuación melodía + armonía con el virus más a mano en la ciudad industrial: noise nojento, nauseabundo, excavando la silueta armónica y bien delineada de las representaciones clásicas. Por supuesto, el nivel entrópico, aquella homogenización general hacia lo feo de la que habla Perniola es correcta, pero la noisificación del suelo después de la ?limpieza? llevada a cabo, o, más bien, la contaminación de lo melódico, a su vez es cariada de vuelta por dentro hasta asumir una pose musical. La homogenización del ruido ya no es tal. Sin administraciones periódicas de ácido lisérgico y parentela psicodélica incluida, el oído es el enemigo de EN. Masajear el oído en una coctelera ácida y ruidosa más que con un medio embotante lo que hace es galvanizar y expandir el espectro sonoro que puede cazar nuestro oído. Vamos cazando con pequeñas redes que son nuestros sentidos el infinito en un trabajo de Sísifo sin fin, yes, la tesis del Nietzsche de la época de Aurora es inatacable e intachable aún. Pero la red, tanto como contraerse, puede también expandirse. El giro sistólico del oído que propone el ruidismo pos-futurista de EN es una corrección epistemológica a Nietzsche. Y el mayor cazador, la voz humana, mímesis de lo animal, de las aves, verbigracia, se sobrepone a la inhumanidad primigenia y esencial de Roussolo y sus compinches futuristas. Sí, existe el humus de lo industrial: ruido de fábricas, trenes, automóviles, etc., pero la voz, fragilidad antediluviana, ilumina el desplazamiento entre las sendas perdidas de esta urbe en decadencia (desmoronándose -ese einstürzende del nombre del grupo es suficientemente sugestivo).
Nada más claro para ello que volver a oír King Ink de los Birthday Party. La voz, demonio o legión atrapado entre los tegumentos pegajosos y lovecraftianos de las guitarras que serruchan, exorciza la impotencia creativa y se deshace por un poco de goteo de tinta, fluido esencial del poeta exangüe y agonizante de vida y nulidad creadora.
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