martes, febrero 08, 2005

Fragmentos de un diario paralelo


Nunca pensé que fuera a pasar suficiente tiempo para emprender una tarea de este tipo. O mejor dicho, nunca pensé que el tiempo pudiera sincerar la memoria de un viaje: separar la mirada del pasado y precipitarla hacia el presente. Un diario tiene un valor único y en él descansa todo un dispositivo de individualidad a veces incompartible. Su eficiencia, en este caso, se remonta a una operación: inducir el recuerdo, animarlo con fantasmas, y de esa manera tornarlo contemporáneo a nuestra vida...

La intención de este texto, entonces, no residiría tanto en transcribir mis anotaciones como en animarlas, prolongar la recta del viaje, atravesar su tiempo autista y estar otra vez en un lugar cuya descripción ha quedado retenida en el blindaje de los sueños. En la emoción del viaje, las anotaciones son vagas, fluye y refluye con inocencia el malentendido de la mortalidad...

No me acostumbro a la idea de que existan diarios sinceros. Todo diario pasa de antemano por un tamiz de falsificaciones. Estas palabras preliminares serían el cuerpo de ese tamiz, su evidencia, su sello de elegancia, y a la vez expresarían una resistencia a que ese procedimiento ocurra de forma invisible, a espaldas del lector. Resistencia a que al lector llegue al producto de una operación sin la marca de pasos previos destinados a impersonalizar e higienizar excesos. Por eso es necesario modelar en el escrito traducciones de algún universal.

Una manera de compartir el viaje sin suprimir del todo su particularidad, consiste en emprender una traducción de las notas e insertar detalles paralelos a la lectura y al recuerdo. Por ejemplo, yo, en Buenos Aires, a los veinticinco años, obsesionado con llegar pronto al final de una escritura... No dejar de escribir, sino ser abandonado por el acto. Capitalizar el vacío.

El lector estaría ante dos paralelismos: el mío, como escritor que relee sus toscas notas de viajero, y el propio -el famoso paralelismo relativo del lector- que lee una versión de un viaje que a la vez es una versión de una experiencia mayor: lee las sensaciones -necesariamente ausentes en las notas- que rodearon mi encuentro con la India y que son más bien ejes actuales, trazos de nostalgia.

Todo viaje a fin de cuentas tiene la forma de un escrito ilegible, puro significante grabado en el tiempo, y esto es lo que importa ahora: imponerle significados a un significante que se desvanece en la memoria y es el recuerdo en sí; producir un montaje paradójico -o paródico-, donde lo que se superpone son materiales incompatibles por anacrónicos.

En la ambición totalizadora del montaje, podría incluir cartas, mails, lecturas, rastros de ansiedades y expectativas de retorno. En realidad podría proceder de la misma manera con las anotaciones de todos mis viajes, pero hacerlo con las de la India representa una prueba especial. Empiezo con el día previo:

Las últimas han sido noches de extenso dormir anhelando los milagros de la India... Cada día sueño con mi infancia y con esa tierra ignota que durante años recordé como una promesa.
Sin embargo, ayer o anteayer desperté en medio de la noche, aterrorizado. Miré mi brazo izquierdo dormido y lo percibí como al brazo de otro. Pensé que eso era la locura, tan solo la impresión de transponer un borde numérico. Tomé el brazo y lo alcé como a un objeto... Quizás eso sea la demencia, me repetí: la capacidad visionaria de identificar lo inerte del objeto en el centro de la identidad. Lo terrible, no lo demencial, era despertar en un cuerpo desconocido que no dejaba de ser el cuerpo de siempre... La sensación es irreproducible... Aunque tal vez mi cuerpo siempre fue otro y por eso lo reconocía en la extrañeza de encontrar "un brazo" a mi lado. Un brazo muerto que sin embargo era mío, el de un hombre vivo.
Pero volviendo a lo anterior, por alguna razón el viaje me convence de que la infancia es el único periodo en que el hombre no puede saber nada de su futura soledad. Supongo que viajando alcanzo la misma libertad: la de no saber... De cualquier manera es tarde, siempre la libertad de no saber es anacrónica para un hombre que escribe.
Durante este viaje mi infancia es tan precisa que podría ser la infancia de otro hombre. Ese debería ser el trasfondo de mi siguiente novela. La infancia que vuelve y persigue a un hombre que no reconoce las señales de esa persecución. Piensa que no es la persona adecuada para esa infancia, para ese privilegio.
Presiento que no falta mucho para llegar al aeropuerto. Me voy de Tailandia y me enfrento a paisajes sobrenaturales. Aunque parto hacia la India, fantaseó con las mesetas de Irán. Detrás de la ventanilla se desanudan coloridas hogueras que el tren unifica en la velocidad. En los precarios compartimentos queda proyectado, como un holograma de la tarde, un extraño olor a brazas apagadas.
Los personajes del tren me parecen doblemente particulares: pertenecen al lugar, sí, pero recién ahora me interpelan y descubren su curiosidad. Dos jóvenes que indudablemente forman una perfecta pareja tailandesa, me cuentan su vida, me preguntan por la Argentina, ¡no me mencionan a Maradona sino a Borges! Estudian filosofía en Chang Mai y viajan a Bangkok a visitar amigos. La filosofía que estudian, según me parece entender, es inseparable de la cosmogonía budista. En la carrera de filosofía, me comentan, hay incluso materias obligatorias como meditación y yoga.
El tren se detiene. La encantadora pareja de jóvenes me indica que la siguiente parada es el aeropuerto internacional. "¿Delhi? ¿Bombay?", pregunta él, y ella rima las palabras de su compañero con una sonrisa imborrable. "Madras", le contesto y entonces noto que estar tan cerca de la India puede ser un error del destino. Un malentendido... Tengo la impresión de que el avión va aterrizar en una India artificial, en un parque temático construido en el medio de la Argentina para satisfacer mi ansia de exotismo.