miércoles, febrero 16, 2005

Dogville

No dejan de resultar perturbadores los resortes que una cinta como Dogville, de Lars von Trier, es capaz de activar en su audiencia. La reacción más elemental de cara al rosario de infamias que la bella protagonista ha debido padecer a manos de los pobladores de un minúsculo caserío ubicado en mitad de la nada, es el deseo de venganza: Ojo por ojo, diente por diente; que los que hicieron mal, paguen un mal proporcional; que la herida supure hiriendo. Reacción comprensible y aun inevitable, pero que sitúa a quienes sucumben a ella en el mismo nivel de los verdugos-víctimas.

Pasar del otro lado del espejo de la violencia para satisfacer ya no un legítimo imperativo de justicia, sino una ciega sed vengativa, nos reduce insensiblemente a las proporciones de aquello mismo que pretendemos vilipendiar. Y, puesto que no hay ánimo que, dadas las vicisitudes narradas por la cinta, pueda sustraerse a la demanda de tan primario impulso, acaso el más impiadoso reto de cuantos plantea consista en superarlo, dejarlo atrás luego de reconocer que a través suyo los fantasmas de Dogville acechan a flor de piel en nuestro propio interior, prestos a hurtarnos para sí a la menor flaqueza.

Porque la verdadera cuestión recién comienza entonces, cuando logramos sustraernos a la instintiva ansia de una supuesta abyección reparadora. No alcanza a justificar la masacre el previsible argumento de que aniquilando ese infame poblado se hace un bien, pues ello significaría suponer cándidamente que Dogville representa apenas una excepción aberrante, cerrando los ojos a la evidencia de que se trata apenas de un minúsculo botón de muestra de lo que ha pasado a erigirse norma universal.

Las miserias que Dogville exhibe con absoluta flagrancia, no empiezan ni terminan en un rincón perdido de las Montañas Rocallosas, por lo que las virtudes terapéuticas de su aniquilación quedan, por lo menos, en entredicho. Así lo entiende Grace, la protagonista de la historia, y nos equivocaríamos al ver en su decisión de exterminio un ajuste de cuentas personales pendientes o un desplante altruista a favor de los buenos, dondequiera que estos se hallen. No orquesta, asiste y participa en la masacre con la exaltación histérica del mancillado, o con la piedad atroz de quien vio defraudada su confianza y su fe. Lo hace asumiendo el Mal. De ahí que acepte volver al lado del poderoso gángster que es su padre, no para ser protegida por él, sino para heredar su sitio, esto es, para convertirse en él. Si el Mal es la norma, dicha norma ha de ser encarnada y ejercida en toda su amplitud por quienes sean capaces de ello.

De manera infinitamente más cruda, Dogville expone la misma inquietante conclusión planteada hacia el final de Río místico de Clint Eastwood. No puede negar su destino de dios quien está llamado a serlo. La experiencia y la duda representan apenas la ruta que cada nuevo elegido ha de transitar de cara al hallazgo de su propia omnipotencia.

Una última pregunta queda planteada en el aire. Cuál podrá ser el camino para quien, tras haber asistido en carne propia a la exhibición transversal de lo abyecto como norma, se niegue a quedar asimilado a ella, sea desde arriba (como gángster divino) o desde abajo (como penúltimo afanador del infierno desde la más olvidada esquina de un mundo muerto de olvido). Hacia dónde ha de dirigirse quien, en medio de dioses, demonios, víctimas y verdugos pasando de éste a aquel lado del espejo, elija seguir siendo un hombre.
SERGIO JULIAN MONREAL