Política, cultura y lengua
Para quienes hayan estado encandilados por los brillos del congreso de la Lengua atizado por el Dr. De la Concha (no es murga montevideana, es nombre propio), pensando en que pudo ser peor (un Congreso de la concha impulsado por el Sr. De la Lengua): para quienes hayan estado pescando dorados en las islas de camalote y yararás del río frente al que por vez primera se izó la bandera de la patria de los parias, la noticia pasó entre nubes de distracción e indiferencia. Pero alguien lo vio allí arriba, en el gallinero, mirando en picada los cráneos de Saramago, el Maestro de santos Lugares, el Presidente de la Academia Argentina de Letras -teniente general de la carrera de Letras de la Universidad Nacional de La Plata, años 76-83-, los secretarios de ONGs del lenguaje.
Torcuato Di Tella, sombrío -¡y silencioso!-, se estaba despidiendo del mundanal ambiente del arte. Cabeceó, se durmió, soñó con un Siam blanco como una heladera estacionado frente a las terrazas del Buenos Aires Design, como si un soplo de tiempo lo hubiera traído a la actualidad junto a los Meriva, los Scénic, los Fox y la última formita de interiores.
Un cabeceo, un chasquido de dedos patagónicos, y Torcuato ya no está. Pero ¿qué fue lo grave de esos sucesos de los que habla todo el mundo? Si no hizo nada, sólo habló. La frase se incrustó en los anales de los aforismos con filigranas: "El gobierno se tiene que ocupar de los chicos que se mueren en Santiago y no de la pelotuda o la puta que va al Fondo Nacional de las Artes". ¿No es una frase que encaja perfectamente en la situación actual de emergencia, subalimentación y empobrecimiento soberano de la resaca Argentina? Cuando agregó que el gobierno es "un circo", ¿no hizo justicia a la idea clásica de la política como representación dramática del poder? ¿Cuál es la extravagancia de esos comentarios? La irritación bajó en cascada desde los gabinetes intelectuales. Habló como un artista, no se plegó al expresionismo sanatero del burócrata, y la promesa presidencial de decir todo tal cual se lo piensa tuvo un límite. A nadie le importó si hizo buena o mala gestión (en realidad nadie lo sabe), si es incapaz o competente, si es tonto o se hace. Se lo escarneció porque planteó un problema nunca resuelto acerca de las relaciones entre lenguaje y política. En el fondo, lo que se pide es que el burócrata de la gestión cultural siga hablando con sus palabras-mantra: presupuesto, sinergia, equipo, programa, evento, vernisages, copyright: boludeces.
Torcuato Di Tella es la prueba de hasta qué punto cercano el Estado (su área cultural: su segunda línea) puede personalizar sus intervenciones verbales. Di Tella fue expulsado porque habló de más, falló ahí donde se sabe que el Estado habla de menos. ¡Por dos malas palabras contemporáneas del Congreso de la Lengua, súmmum de la tolerancia verbal! Paradojas de un gobierno retroprogresista (TN más Volver), que dice que hay que decirlo todo, hay que soportar lo que se diga, hay que liberarse de las cadenas atávicas del lenguaje de la vieja política, de lo tuyo ya está y esas lacras que adocenan la noble ciencia de Aristóteles. Conclusión: en un gobierno no se puede hablar como la gente, no se permiten observaciones individuales, no se sacan los pies del plato y no se habla ningún nuevo lenguaje que sea vehículo de ninguna política nueva. Para hablar de cultura no sólo hay que representar a las damas aludidas en los dichos: tiene que parecer que no se dice nada, ni para bien ni para mal. El lenguaje debe ser el de burócrata típico: producir un ruido chato que, en el fondo, sea silencio puro.
Torcuato Di Tella, sombrío -¡y silencioso!-, se estaba despidiendo del mundanal ambiente del arte. Cabeceó, se durmió, soñó con un Siam blanco como una heladera estacionado frente a las terrazas del Buenos Aires Design, como si un soplo de tiempo lo hubiera traído a la actualidad junto a los Meriva, los Scénic, los Fox y la última formita de interiores.
Un cabeceo, un chasquido de dedos patagónicos, y Torcuato ya no está. Pero ¿qué fue lo grave de esos sucesos de los que habla todo el mundo? Si no hizo nada, sólo habló. La frase se incrustó en los anales de los aforismos con filigranas: "El gobierno se tiene que ocupar de los chicos que se mueren en Santiago y no de la pelotuda o la puta que va al Fondo Nacional de las Artes". ¿No es una frase que encaja perfectamente en la situación actual de emergencia, subalimentación y empobrecimiento soberano de la resaca Argentina? Cuando agregó que el gobierno es "un circo", ¿no hizo justicia a la idea clásica de la política como representación dramática del poder? ¿Cuál es la extravagancia de esos comentarios? La irritación bajó en cascada desde los gabinetes intelectuales. Habló como un artista, no se plegó al expresionismo sanatero del burócrata, y la promesa presidencial de decir todo tal cual se lo piensa tuvo un límite. A nadie le importó si hizo buena o mala gestión (en realidad nadie lo sabe), si es incapaz o competente, si es tonto o se hace. Se lo escarneció porque planteó un problema nunca resuelto acerca de las relaciones entre lenguaje y política. En el fondo, lo que se pide es que el burócrata de la gestión cultural siga hablando con sus palabras-mantra: presupuesto, sinergia, equipo, programa, evento, vernisages, copyright: boludeces.
Torcuato Di Tella es la prueba de hasta qué punto cercano el Estado (su área cultural: su segunda línea) puede personalizar sus intervenciones verbales. Di Tella fue expulsado porque habló de más, falló ahí donde se sabe que el Estado habla de menos. ¡Por dos malas palabras contemporáneas del Congreso de la Lengua, súmmum de la tolerancia verbal! Paradojas de un gobierno retroprogresista (TN más Volver), que dice que hay que decirlo todo, hay que soportar lo que se diga, hay que liberarse de las cadenas atávicas del lenguaje de la vieja política, de lo tuyo ya está y esas lacras que adocenan la noble ciencia de Aristóteles. Conclusión: en un gobierno no se puede hablar como la gente, no se permiten observaciones individuales, no se sacan los pies del plato y no se habla ningún nuevo lenguaje que sea vehículo de ninguna política nueva. Para hablar de cultura no sólo hay que representar a las damas aludidas en los dichos: tiene que parecer que no se dice nada, ni para bien ni para mal. El lenguaje debe ser el de burócrata típico: producir un ruido chato que, en el fondo, sea silencio puro.
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