martes, febrero 22, 2005

Miles de años

Miles de años, por Juan José Becerra, (Emece), 176p.

Desde su primera novela, Santo, Juan José Becerra ha ido ajustando un hipnótico procedimiento narrativo que amplia en hombres particulares -Santo, Rosales, y ahora Castellanos- la soledad entera de la especie. Como sucede con Atlántida, su segunda novela, la historia de Miles de años no resulta del todo referible. Su argumento proviene de anécdotas yuxtapuestas y extraídas, casi al azar, de una vida fracasada, y a grandes rasgos gira sobre una variante de sus libros anteriores: el origen del recuerdo. Santo, Rosales y Castellanos han sido abandonados e intentan huir de un pasado amoroso. Ese tránsito imposible hacia el olvido, esa eternidad de instantes que da título al volumen, encauza una propuesta narrativa en la que el amor siempre aparece como resto o indicio de una memoria desoladora. Siempre una mujer ausente -en este caso Julia- es el marco de un realismo que soluciona en la ironía una distancia conflictiva: la que podría existir entre cualquier lector y una escritura que no deja de reflexionar sobre su propia lengua.
Castellanos, el personaje excluyente de Miles de años, improvisa pequeñas fugas que rigen el tempo de una prosa inspirada en la opacidad y en la reticencia. La novela crece en disgresiones y reflexiones que cruzan en un único plano dos presentes: el de la anécdota, y ese otro que se filtra desde el pasado y ensombrece la vida del protagonista. Aun cuando la forma de Miles de años resulte escurridiza, puede distinguirse en ella una estructura episódica. Cada episodio no parece guardar una lógica y una linealidad respecto a los anteriores, y presupone un vacío, una alteración de las causas y los efectos que conduce al lector hacia una posición equivalente a la del protagonista.
Al principio Castellanos lee la sección policiales y se traslada a escenarios inhóspitos. En otro capítulo, exhibe su vocación de coleccionista y completa un extraño cuaderno destinado a contener el nombre y la duración de cuánta cosa perecedera exista en la tierra. Más adelante, con mapas y folletos, intenta reproducir la vida cotidiana de Julia en Londres. Luego toma un curso de investigador privado, juega al tenis, asiste a un recital, se lastima con la puerta de su auto. Viaja a Mar del Plata para celebrar un rito erótico deslumbrante. Se traslada a Londres, donde planea seguir a Julia y quizás inducir un reencuentro. En definitiva, episodios y hechos intrascendentes se suceden para crear un espacio narrativo excepcional donde nada, salvo el pasado, importa realmente, y donde el hombre, al costo de la angustia y la desidia, especula con ese mecanismo infernal de homologación que en el sistema narrativo de Becerra es, por excelencia, la memoria.
El narrador omnisciente, como si desde causas insignificantes se propusiera recomponer lo real y en lo real a una mujer ausente, aborda en cada párrafo descripciones y comparaciones que comunican las piezas dispersas del universo de su personaje. Explica algo del funcionamiento del mundo público, pero en el fondo, como un efecto de las continuas asimilaciones, consigue enrarecerlo y transformarlo en un mundo íntimo. Un universo personal en el que cada partícula contiene una totalidad inútil. Así, la reconstrucción privada de Castellanos funciona en el texto como una lupa que en lo particular amplia un universal de la condición humana. En ese modo de desmenuzar los actos mínimos y trabajar con fragmentos de una sola identidad, podría detectarse una marca de estilo que emparenta a Becerra con Saer y, en mayor medida, con Chejfec. Sin embargo, cambios repentinos de tono, desvíos que van de lo banal a lo poético pasando por una variedad de registros picarescos y burlones que alcanzan en el relato erótico su mejor textura, distinguen su estética de la de sus predecesores.
En el brillante tramo final quizás resida la única ruptura del texto en relación a su propio procedimiento, y su mayor novedad respecto a las anteriores novelas. Ahí Castellanos, a partir de una imagen fotográfica, le confiere a su pasado un destino significativo. Elige afrontar una aventura irracional cuya culminación será una anacrónica obra de arte: "un instante imperceptible que ha entrado para siempre en el espacio". La disposición de anécdotas que soporta el hilo de Miles de años se interrumpe, y todo cobra un sentido inesperado, como si la novela se invirtiera y articulara el secreto más caro de su propia escritura.

Oliverio Coelho

Cultura La Nación, 28/11/04