miércoles, marzo 09, 2005

Literatura y erotismo. ¿Una pregunta? *

Toda consigna o convocatoria en un primer momento se transforma en un interrogante. Un interrogante no acerca de la literatura o el erotismo, que contendrían en su campo de influencia las propias respuestas, las propias fronteras. La pregunta es por un nexo.

La idea de un nexo o intersección tan visible en la conjunción "y", lleva de inmediato a preguntarse cuánto de un quehacer como el literario, con sus propias leyes, participa de la eterna institución erótica. ¿Cuál es el contrato entre una disciplina que se basta y sustituye al mundo, y una especie de mecanismo camuflado en la historia, capaz de dar cuenta de las cicatrices más mundanas y retóricas?

Siguiendo la huella de esta posible conjunción, uno tiende a buscar en la historia de las ideas, momentos, quiebres, que justifiquen instituciones, núcleos impermeables a las leyes de la época. En ese retraerse hacia la historia, en esa debilidad por un devenir finito, aparece el cabo de una certeza: cuando el discurso erótico atraviesa al ideológico, puede leerse su necesidad, su escondida y encorvada necesidad. Entonces, la tentativa de descifrar un vínculo entre literatura y erotismo, comienza -y aquí reside gran parte del sentido de ese vínculo- en la necesidad ideológica -y por lo tanto disyuntiva- del vínculo en sí. El punto en el que su manifestación, quizás inducida por el cruce que nos convoca hoy, se vuelve inevitable e interpola en el magma estético una recta, la microrealidad de una razón apócrifa.

Ahora bien, ¿qué puede dar cuenta del discurso erótico, actuar como espejo? En tanto institución (y cuando hablo de institución me refiero a la proyección social de un discurso en la Historia) o fantasía verbal que no se autodefine como fantasía, lo erótico está infiltrado en el arte, pero es en la literatura donde su esencia reverbera, retorna y traiciona lo alienado en la lengua. Cabe aclarar que el lenguaje exige e induce desde su centro una traición que fije sus contornos, y lo erótico, en este sentido, encuentra fusión y función contractual.

A esta altura, el sustantivo que nos incumbe ha devenido ya, convenientemente y por razones prácticas, en adjetivo que se sustantiva, un eco: una de las traiciones más singulares de la lengua, uno de sus bordes más ambiguos. Lo erótico: el erotismo vertido en su propio objeto. Así, ésta fantasía o reborde de la lengua que llamamos erotismo, deja abiertas las puertas a su institucionalidad al operar como eco y adjetivarse. Pasa a ser una fantasía dentro de lengua, y ahí sí es oportuno indagar su vínculo con la literatura. Indagar en la conjunción -que a fin de cuenta es la trampa irresuelta de todo lenguaje-, sin embargo tiene un costo: la pérdida del argumento lógico, de la tradición taxativa o analítica. La indagación, digo, no puede ser deductiva ni demostrativa, y habrá que proceder en el terreno intuitivo poético.

De inmediato, entonces, de la anulación lógica, surge una paradoja. O mejor dicho, surge la paradoja fundacional de la conjunción que nos ocupa. Toda literatura es erótica en tanto aspire a un plus disyuntivo. Ese plus es el erotismo: joyceano, proustiano, siempre cada genio postula su versión erótica de una lengua al separarla de la lengua misma. Si algo de real hay en la literatura, ese algo, y ese plus disyuntivo, es el erotismo, el erotismo de lo dicho. Entonces, la intersección que nos atañe no existiría. Habría simplemente una inclusión, y podría decirse, vagamente, que lo erótico es un efecto de la ficción, y su acontecer en la lengua una consecuencia inmanente, un acople de causas y efectos que se representan como una fuga de la lengua misma.

Romper esta paradoja sería cuestión de invertir los términos y despejar el planteo: ¿cómo es que los argumentos literarios sobreviven a la institución erótica, a ese núcleo sin adjetivos que fija los contornos de la lengua? En ese ?cómo? reside la clave para descifrar un vínculo, una convivencia y, a fin de cuentas una poética. O distintos grados de poética que abordaremos para profundizar la conjunción que nos ocupa. Inevitablemente, uno se pregunta cuál es el extremo de un grado poético. O mejor dicho, qué potencia discursiva, sin quererlo, enuncia a través del erotismo una intensidad poética y se funda históricamente como acto. Esto equivaldría decir: qué discurso vuelve inevitable la relación entre la literatura y el erotismo, e interpola en el iceberg de la estética una recta, como ya dijimos, la microrealidad de una razón apócrifa.

Sade es el primer moderno en postular un grado poético. El primero en plantear la conjunción por fuera de la lógica. No cabe duda de que las poéticas participan de la historia, en el sentido de que obedecen a una necesidad, pero no participan del devenir sistemático de las ideas. Aunque el caso de Sade es particularme engañoso; su necesidad histórica parece fundarse en su propia verdad, en su propia versión de la disyunción. Es decir, se presenta a sí mismo como una desviación del sistema de ideas forzado por el republicanismo imperante. Lo erótico, la institución erótica que es sadiana por excelencia, surge como una instigación natural de la moral burguesa, pero contrariamente a lo que se supone, no es expulsada fuera del sistema de ideas por su peligrosidad ideológica, sino por su peligrosidad poética: precisamente por fugar los ejes de pensamiento de la época, rehuye al contrato, a la historia, pero participa de ella en ese gesto cuyos efectos son siempre posteriores y no alcanzan a crear un vínculo de pertenencia en la lengua misma.

Aquí entonces queda visible el grado poético de su discurso, y es en ese grado de peligrosidad donde el vínculo con la literatura crea por primera vez sus propias condiciones de supervivencia: una disyunción positiva. Sade, bajo estas condiciones, postula una institución única, anárquica, ajena a cualquier contrato social y con un mínimo de leyes -como la literatura, que eleva sus propios argumentos para suspender el juicio-. Crea los objetos de esa institución ideal -por inmoral-, profundizando el erotismo con los objetos de su propia poética: el robo, el incesto, la sodomía, el crimen, el matricidio, la pedofilia, la prostitución, el ateísmo. Esa misma poética, presentada como correlato del absurdo, es su ley. Una ley que, como sugiere Deleuze, se autoabastece en su forma pero en vez de fomentar el sentimiento de culpa fundado en el Bien, promueve el libertinaje universal, fundado en el Mal y en el encarecimiento del padre, de la naturaleza primera, es decir, de la única potencia que puede oponerse a las leyes propositivas acuñadas por la ilustración.

Bien, es innegable entonces que en Sade la negación del sentimiento y de la lógica abastece la poética del erotismo. Su peligrosidad es negación. No oposición a la norma sino disyunción respecto a la Ley. El gesto no es netamente político... Es político de una manera azarosa, en el sentido de que a través de la negación impone otra lectura de la naturaleza.

Si damos un paso más, desmenuzando ésta idea, podemos arriesgar lo siguiente: si ésta lectura de la naturaleza proviene de una negación, y esta negación respalda una poética, la negación es doble, se anula, es idealizadora. Por eso el gesto político no es neto, sus efectos sobre el derecho universal son imaginarios, y propician, así, un desplazamiento inesperado: la dinámica erótica, la puesta en acto continua de una potencia discursiva, ocupa la función de la Ley. En ese ocupar "la función de" la literatura se encuentra incumbida y es la condición para que la cosmogonía sadiana no desfallezca en el interior de su propia negación. En fin, la literatura resulta el motor del desplazamiento, y termina siendo la garantía para que la institución ideal, el libertinaje universal al que aspira Sade, no sucumba ante su propia peligrosidad, esto es, no se fecunde en su propia negación.

Conclusión: lo (h)erótico en Sade se manifiesta como un discurso revelado en lo herético de la escritura, no un discurso que se rebela, y ahí está prensada su intensidad poética, o lo que podríamos dar en llamar la mismidad de su lengua. Su forma es, enteramente, la relación necesaria e ideológica entre el erotismo y la literatura. Y tal vez ese sea su gran hallazgo: haber señalado en el interior de la lengua las condiciones -el contrato- de cualquier escritura que aspire a un régimen idealizador y no a la ideología, a la temporalidad y no a la historicidad. A una conjunción cuyo precio sea una disyunción mayor respecto a la lengua.

Ahora bien, hay otro grado de poética o conjunción que nos incumbe en mayor medida y que tocaremos evitando una contraposición. Es el contemporáneo. El que nos atañe como testigos. Si recién tratamos a Sade como el fundador del erotismo moderno, ahora más bien se trata de ubicar las coordenadas actuales de lo erótico en la ausencia de historicidad y la presencia de presupuestos, pues ya no hay fundaciones ni funciones "en el lugar de"...

En busca de estas coordenadas y presupuestos, naturalmente uno se topa con el Vértigo del erotismo: su sustancia se deslizada de un extremo a otro, y al estar bajo la influencia de la ley, participar de un sistema ideológico y mediático especular, su intensidad poética es, en apariencia, inofensiva, y sus efectos o sus cruces con la literatura parecen ocultos bajo una constelación de gestos que anticipan, o amortiguan, ráfagas de totalitarismo.

Si bien es cierto que discurso erótico hoy carece de una poética que suspenda la ley (simplemente los tiempos y los parámetros cambiaron), a cambio ofrece un caudal ideológico, información potencial para reflexionar sobre el sujeto y su enajenación: alentarlo y de alguna manera denunciarlo ante sí, ponerlo ante un espejo que sanciona la lengua alienada. En pocas palabras, el erotismo contemporáneo es capaz de señalar lo ideológico de la ideología, atravesar el contenido de la ley, es decir el contrato, para denunciar al sujeto fuera de sí, fuera de sus efectos subjetivos.

En este sentido, puede hablarse de una politización actual de lo erótico. Entre los extremos de la ley, lo erótico transcurre como una recta que es precisamente el sentido real de lo político fuera de la democracia del espectáculo. Una recta que divide campos, y retorna y traiciona a cada individuo, a la vez que lo sitúa ante la lectura de un fenómeno, y lo obliga a una elección de lenguaje.

Ahora bien, el discurso erótico, al no ser una institución que postula su verdad, se autoanula como institución, y en ese paso suma legitimidad... Traslada su peligrosidad a los efectos políticos y a su participación en el sistema: a lo que sabe de la ley por estar en su centro. Como si por estar en el interior del mecanismo, pudiera infiltrar un dispositivo autónomo para, desde ahí, proponer precisamente lo que Sade, por su intensidad poética, su doble negación, no alcanza a operar sobre el sistema de ideas: crear Otro en la ley. Un doble. Crear otros para ley. Un ojo ajeno en el corazón de la Ley. Hoy, en cambio, lo erótico implica un saber porque es el centro camuflado del sujeto contemporáneo.

Todo esto no vendría al caso si no introdujéramos una superposición... Ese ojo en el corazón de la Ley está, a la vez, en el centro del arte contemporáneo. Entonces llegamos a una superación del sentido de lo político recién mencionado, y de alguna manera esa superposición de dos centros, el erótico y el artístico, cuya sustancia es la misma, unifica una mirada, y sucede de manera oculta, por debajo, pero siempre por dentro. Podemos hablar, entonces, de dispositivo, esto es, un mecanismo que no actúa "en el lugar de", sino que crea su propia funcionalidad en el interior de una función universal.

Pues bien, sin duda lo erótico atraviesa con una recta política el centro de la ley, el arte y la literatura, pero no a lo largo ni a lo ancho, sino en profundidad. Basta hurgar en las expresiones de arte contemporáneo para corroborar su poder de afirmación por sobre los vicios mismos del sistema. Ese poder de afirmación, esa potencia política, legitima el dispositivo, lo mantiene intacto a pesar de todo. La recta erótico artística literaria si se quiere es una reserva, pero nunca una institución (la institución, desde la prohibición de Sade, es moderna). Según quien la active, puede volverse en contra de los creadores de ojos, sabotear los mundos de compras, detonar su propio saber.

Para terminar arriesgaremos algo más: en la prolongación de esa recta con contenidos políticos que a la vez atraviesa el centro del arte, nace una operación significativa, la funcionalidad a la que recién hacía referencia, y que es, en resumidas cuentas, la de instituir otra ley dentro de la ley; filtrar un fantasma en la ideología: la operación de la crítica por excelencia. Es decir, y yendo un poco más allá, cuando el discurso erótico une el núcleo de la literatura y el arte, se completa y se pone en marcha un dispositivo crítico que ofrece, así, desde su capacidad para infiltrarse en el campo de producción de ideas, la posibilidad de traicionar al sistema mismo, invertirlo como a un guante, introducir excepciones significativas. Tal vez, en su razón última, el discurso erótico y el literario se superpongan en la crítica, impugnen las apariencias y los contratos de nuestro tiempo, y preserven lo humano en el lugar de la excepción.


Oliverio Coelho

* Universidad del Noreste, Corrientes, el 25/06/03.