jueves, marzo 13, 2008

After hours *

Por Matías Capelli


Antes de afirmar que lo que venía escribiendo Oliverio Coelho era “ciencia ficción” y entonces su nueva novela sería “realista”, conviene señalar esta continuidad: todo siempre brota de un terreno arrasado. En ese sentido Ida es, como su trilogía anterior, una hipótesis, sólo que en vez de intentar responder por el postapocalipsis de la sociedad o de los seres humanos, ahora el foco está puesto en el de la intimidad. Ya en la palabra que le da nombre al libro están presentes los dos vectores que imantan sus páginas. Por un lado, Eneas Morosi, su protagonista, es dejado por una mujer que, como suele ocurrir, ya lo había abandonado tiempo antes de hacérselo saber, de comunicarle una decisión tomada imposible de revertir. Y por el otro, la educación sentimental –el duelo– como un viaje sin retorno por el vértigo de la ciudad y sus calles, que Eneas emprende o al que se ve arrastrado. Porque Eneas Morosi, conviene aclararlo, es lo que se dice un cero a la izquierda de la voluntad. Él es, en realidad, el más “ido” de todos, el que escapa en círculos como un hámster en el laberinto del curso imprevisible de acontecimientos que gatilla el azar de la noche. Una vez desenganchado del amor, mientras el recuerdo de esa mujer se va apagando en fade out en sucesivas llamadas desde teléfonos públicos, en sucesivas anotaciones, Eneas va recalando de lugar en lugar –bares, casas, esquinas, estadios de fútbol…– y de persona en persona –otros zombies insomnes con quienes comparte raptos de la lucidez de los desesperados–, hasta que encuentra refugio en el centro geográfico de la ciudad, al rescoldo de otra mujer.

ENTREVISTA> Al menos en comparación con tu trilogía, Ida es la más “realista” y “legible” de tus novelas. ¿Hasta qué punto tenés en cuenta las lecturas que puedan suscitar tus libros a la hora de escribir?

Oliverio Coelho: Bueno, uno se hace eco de las lecturas recibidas, pero a la hora de escribir no condicionan tanto. Las lecturas ayudan a entender la proporción o la desproporción de la escritura, confirman intuiciones, y a veces sorprenden. Pero al escribir pesa más el modo en que se acomodan las novelas propias en la memoria. Es decir, cómo se consumen, cicatrizan y dejan un vacío, un blanco sobre el que uno sigue escribiendo, con nuevos intereses.

En la novela subyace una idea bastante escéptica, casi desencantada del amor. Pero al mismo tiempo, algo parecido al amor aparece como la única forma de redención para Eneas Morosi, el personaje. Entonces, ¿hay o no desencanto?

Subyace el desencanto, es cierto, pero hacia el mundo. Digamos que el desencanto amoroso es parte de un desencanto mayor, de la desidia que carga un hombre sin historia. En ese sentido, Eneas es un individuo restado de la sociedad: alguien que hace tiempo, un verdadero antihéroe rioplatense, un desprendimiento tardío del tango. Y como en los tangos, ante el abandono el varón se debate entre el escepticismo absoluto y una pasión que lo redima.


Cuando el protagonista se sube a la bicicleta, la novela se acelera, pero al mismo tiempo él no se involucra, vaga casi autista, con morosidad. ¿Qué te interesaba de ese contraste?

Claro, la morosidad y el autismo son atributos del protagonista, y gracias al contraste entre su temperamento y las peripecias urbanas, pueden rastrearse ciertas coordenadas sentimentales, es decir, la geografía puede funcionar como pantalla, como punto de intersección entre el drama privado y el espectáculo público. En este sentido, Eneas es un hombre en dos dimensiones que encuentra volumen realizando llamadas desde teléfonos públicos y anotando lo que observa. Cuando escribe es como si la realidad inmediata se curvara.

¿Eneas es un escritor en potencia, o la escritura para él es sólo una forma de expiación?

Creo que Eneas es en principio todo lo que no pudo ser. Su existencia se define negativamente por lo que perdió, por las ausencias que duran en un presente sin acción. Es un émulo de Bardamu. En cierto momento comienza a escribir porque emerge de la inercia y pasa a ser un hombre solo con un anotador. Se abre un hueco en su vida: la ciudad. Y con la ciudad, la dimensión temporal. Me pareció que era una buena apuesta del narrador retratar al personaje no a través de sus atributos, sino desde percepciones íntimas que sólo pueden darse en una escritura directa.

La mayoría de los lectores deben tenerte catalogado como un escritor –atípico– de ciencia ficción. ¿Sos o fuiste un lector entusiasta del género o la incursión se dio por otros motivos? ¿Tenía fecha de vencimiento en la trilogía esta incursión?

Bueno, la verdad es que nunca quise escribir ciencia ficción, ni fui un fanático del género. Leí autores extraordinarios, como Ballard, Harrison o Wolfe, que están identificados con el género, pero que valen la pena por su gran calidad literaria. Creo que más bien esta incursión, que duró tres libros, fue metafísica y para nada deliberada. Era lo que en ese momento podía y quería escribir. En mi cabeza flotaban esos universos extraños y opresivos. Salíamos de una fuerte crisis, y esa crisis, el malestar diario, en mi caso fue metabolizada en un universo y en una lengua excéntrica, una especie de salmo apocalíptico. La otra alternativa era meterme en la cama y leer perpetuamente… En estos tres movimientos casi se agotó mi interés por el absurdo, el humor y el libertinaje kafkiano. A veces pienso en el mundo de Los invertebrables, con su trío de tullidos sedientos de feminidad, y me sorprende percibir lo que puede producir el malestar social en el imaginario de un escritor.

¿Crees que Ida se inscribe junto a una serie de novelas recientes, escritas por hombres, protagonizadas por hombres que quedan a la deriva después de una separación, como las de Juan Becerra, Alan Pauls, Daniel Guebel, Juan Villoro?

Sí, podría inscribirse en esa línea. De hecho, tiempo atrás, en la lectura de Becerra y Pauls, encontré un interés nuevo: los matices de la épica amorosa. Una tentativa excepcional en la literatura rioplatense, cuyo antecedente está, creo, en El aire, de Chejfec. Ese interés fue el punto de partida. Y después me di cuenta de que tenía un héroe para eso. Pensé: “un hombre abandonado puede ser un kamikaze”. Concebí un tipo de hombre larvario que se esparce en la ciudad, se esquirla, por decirlo de alguna manera, no para recuperar a su amada, sino para olvidar. Y como la redención amorosa es un tema universal al que cada escritor puede imprimirle un sello distinto, me propuse narrar la historia de alguien que no sale impune del amor y debe pagar por no haber sabido amar. La narración es la historia alucinada de ese precio.

En tu caso, igual, es más una novela acerca del duelo que del derrumbe. ¿Será una cuestión de edad, todavía te queda algo de optimismo?

Sí, es una novela sobre el duelo. Supongo que el derrumbe llega con los cincuenta (risas). A los treinta se saldan algunas cuentas, ¿no? Creo que la novela fue una previsión pesimista ante la inminencia de los treinta. Desde hace unos meses ya los tengo y no está tan mal. Soy optimista: creo que tengo una sobrevida de veinte años, hasta los cincuenta. Entonces me voy a guebelizar (risas) y voy a ensayar otra novela sobre el drama amoroso, pero esta vez el personaje en la ruina sí seré yo: me imagino divorciado y con hijos a los que no les podré pasar ni un céntimo de cuota alimentaria.

Por momentos se aprecia un continuo entre la prosa de la novela y tus textos de crítica. ¿Notás un poco esa continuidad?

Es cierto, puede ser… Quizá porque uno inevitablemente escribe como piensa. Muchas veces uno instrumenta modos de leer que adecuan el texto a los intereses propios y hasta cierto punto lo reinventan. Para mí, la crítica es una forma de apropiación. Entonces, más allá de ser un trabajo, tiene algo de prestidigitación, un ilusionismo cuyo fin no es orientar a un posible lector para que compre un libro sin terror, sino escribir a la par del libro, musicalizando la fascinación. Eso es lo más interesante.

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Ida

(Norma) 160 páginas

* Entrevista publicada en la revista Los Inrockuptibles en marzo de 2008.